IV. El triunfo del Barroco
Pocas ciudades en el mundo ostentan espacios urbanos tan conocidos como Roma, si bien éstos no hayan sido realizados en un solo momento y sean el resultado de modificaciones graduales ocurridas a través de los siglos con aportaciones arquitectónicas amalgamadas – a veces armónicamente y a veces no – a las preexistencias. Pero al contrario de las transformaciones físicas, esos espacios mantuvieron sólidamente usos y significados simbólicos ligados a las esferas del poder político y religioso y, sobre todo, a las formas de representación de esos poderes. La plaza de San Pedro, la plaza de España, la de la fuente de Trevi, la plaza del Popolo y muchas otras testimonian ese alternarse de procesos de conservación e innovación, que se suceden a través de mutaciones lentas que confirman el significado histórico de esos lugares. Iniciativas papales, pero también propuestas ciudadanas o diplomáticas, se reflejan en el desarrollo de una cultura arquitectónica que dará sus mejores frutos en el siglo XVII, cuando florece el Barroco y se emprenden operaciones de mejoramiento urbano que conferirán a esos espacios la fisonomía inconfundible que hoy identifica a la ciudad a nivel planetario.
